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Anécdota invisible del mundo de la ciencia.

Detrás del frasco de perfume en la repisa del baño de la hermosa Doctora Julia Alhiba, se encuentra Apotehocio. Personaje famoso, si los hay. Recordado por los pocos que lo conocen y creen todavía en él, por haber vencido una bruja que se había convertido en dragón y amenazaba con incendiar la ciudad de Pekín. Apotehocio que en esa época trabajaba como mago en la facultad de ciencias exactas, se había convertido en virus para infiltrarse en el cuerpo de la bruja y derrotar a la bestia. Después de esa proeza había sido invitado por un exitoso científico francés para inventar un perfume capaz de volver locas a las mujeres. Pero Apotehocio se negó rotundamente: “ las mujeres no necesitan un perfume para volverse locas y en muchos de los casos, la gran mayoría vive en la locura más incomprensible.” Nunca confesó lo que le sucedió dentro del cuerpo de la bruja pero luego de esa experiencia no era raro verlo desaparecer misteriosamente.

Allí fue cuando su carrera empezó a declinar. Por causa de sus cada vez más frecuentes desapariciones, la gente comenzó a olvidarse de la existencia de este genio de las ciencias ocultas. Primero, se convirtió en un mito entre los hombres de ciencia, una leyenda que el tiempo transformó rápidamente en mentira. Sus libros desaparecieron en alguna inquisición, no quedaron documentos que pudieran probar su existencia, se esfumó.

Fue una gran pérdida porque, más allá de su gran triunfo en Pekín, el científico había redactado una tesis maravillosa sobre la célula y la vida. Textos que superaban ampliamente los conocimientos que hoy se tienen al respecto y que podrían haber iluminado a más de uno… Pero en fin… todo fue quemado…

Apotehocio sin embargo seguía con vida. De hecho en este preciso instante se encontraba en el hermoso baño de mosaicos arabescos de la señorita Julia Alhiba, Médica jefe del departamento de órganos vitales. En sus guardías, listo ya para saltar sobre el cepillo de dientes de la dama apenas ésta abra la puerta. La más increíble proeza de la ciencia estaba por ocurrir, la genialidad de Apotehocio Ortivas por fin saldría a la luz.

Pero dejemos el presente por unos instantes y retornemos al pasado para adentrarnos en la vida de un tal Abramov, matemático contemporáneo de Apotehocio.

Este tal Abramov había logrado inventar una fórmula matemática para hablar del amor “sin que se note”… vale decir que esta explicación simplifica ampliamente los teoremas encrucijados del matemático. Por supuesto, en aquella época nadie se imaginaba que las terribles e insómnicas investigaciones del tímido matemático iban en realidad más bien dedicadas a su mujer que a contribuir con el conocimiento científico. Desgraciadamente, la mujer nunca se enteró y lo odió siempre terriblemente porque nunca estaba disponible para otra cosa que no fuera su trabajo; de haber escuchado y comprendido aquella conversación que su marido tuvo con Apotehocio, hubieran vivido ambos dos con más armonía en el corazón… no fue así el caso.

En fin, lo importante es que Apotehocio y Abramov eran íntimos amigos y no era raro que estas dos mentes brillantes intercambiaran conocimientos… De todas esas noches de conversación y vino sólo nos interesa una: la del 26 de julio. En aquella estupenda noche se contaron mutuamente, y no con pocas vueltas, las torturas internas que les provocaba el amor hacia las mujeres. Abramov demasiado tímido para confesarle a su mujer, que lo detestaba, el profundo amor que sentía por ella (eterna fuente de estudio: su musa inspiradora.) Y… Apotehocio enamorado rotundamente de toda mujer que se le presentara, sin jamás animarse a tener un encuentro frente a frente… Hablando claro el problema de Apotehocio era el siguiente: le gustaba una mujer, pasaba un largo tiempo dándose ánimos para entablar una conversación. No lo lograba. Ya sin poder resistirse hacía dos toques de magia. Se convertía en virus. Penetraba el cuerpo de la mujer. La dejaba un mes en cama (la famosa mononucleosis) y él feliz viviendo el idilio de cualquier amante, sin querer despegarse, hasta que otros químicos irrumpían en el cuerpo de la doncella forzando la separación. Como siempre Apotehocio quedaba destrozado y la muchacha como nueva, feliz de haberse sacado de encima esa peste.

Luego de estas confesiones, Apotehocio tomó conciencia del patetismo de su situación y buscó un nuevo objetivo: quería comprender a las mujeres. Con esa excusa pasó algunas décadas más escondiéndose en el cuerpo de todo tipo de mujeres de las etnias más variadas. Paseándose por sus cuerpos muchas veces olvidaba su nuevo objetivo y simplemente se deleitaba entre las células femeninas que lo acogían cordialmente.

Por fín un día, el destino enderezó el camino de nuestro querido Apotehocio cuando por error se introdujo en el cuerpo de un hombre. Ese Hombre era Alfred Getish, un historiador que nunca confiaba en sus fuentes y que odiaba recordar nombres, exactitudes o fechas. Había publicado una tesis intitulada “Cuentos de los hombres en sociedad”, ampliamente rechazada por la sociedad de historiadores y considerada más bien una obra para niños. Desgraciadamente, la obra puesta a la venta como libro infantil provocó el horror de los padres que al leerla criticaban la violencia con la que se repetían los hechos. Su “cuento” “Guerras circulares” fue censurado y pronto la obra completa también. Alfred Getish se quedó sin empleo y arrastrando deudas editorales tomó la resolución más divertida de su vida: empezó suavemente a travestirse y a cantar boleros. Por la noche, su nombre era Ruly Ruth. Se hizo famoso y aclamado el show de Ruly Ruth y sus maraquistas y es por eso que sin fijarse dónde se metía, Apotehocio terminó atrapado en el cuerpo de un hombre.

Al principio, Apotehocio enloqueció y eso provocó ciertas complicaciones médicas para el pobre Alfred Getish. Al no poder levantarse de la cama Getish se dejó crecer la barba y el bigote empezó a tapar los dulces labios de Ruth eso bastó para hacer entrar en razón al señor Ortivas. “Apotehocio Ortivas quédate tranquilo y serás expulsado de este cuerpo”, se repetía el virus… “Apotehocio Ortivas quédate tranquilo y serás expulsado de este cuerpo”. “Apotehocio Ortivas quédate tranquilo y serás expul…”

De repente recordó la fórmula de Abramov. La famosa fórmula matemática capaz de resumir en una ecuación la potencia del amor. En ese instante majestuoso, el plan que hoy llegará a su clímax en el baño de la señorita Alhiba empezó a burbujear en la mente del genio.

Decidió entonces quedarse un tiempo más en el cuerpo de Alfred Getish, el hecho de que fuera un hombre lo mantenía ahora más enfocado en su nueva meta. Sin duda convivir con Alfred Getish fue una de las vivencias más enriquecedoras para Apotehocio Ortivas. Comprendió muchas cosas sobre los hombres, ya que al no estar interesado propiamente dicho en Alfred, podía observar con atención el comportamiento de:

1. Los hombres que se deleitaban con Ruly Ruth y sus boleros.

2. Las mujeres que se deleitaban con Ruly Ruth y sus boleros.

3. Las parejas que juntas se deleitaban y de paso disfrutaban a Ruly Ruth y sus boleros.

Sacó conclusiones admirables… pero por suerte no se entusiasmó mucho con su nuevo observatorio humano y en cuanto tuvo todo preparado se expulsó con facilidad del cuerpo de Getish.

Pasó un tiempo hasta elegir su “víctima”, pero como temía nuevamente distraerse con tanta feminidad se decidió por alguien inteligente, de buena familia, con un trabajo interesante, muy buena salud y lo más importante, alguien que tuviera pareja y no fuese virgen… no quería despertar posibles sospechas religiosas, todo debía parecer un accidente natural de la naturaleza… Sólo debía calcular con precisión algunas fechas, estudiar un poco el comportamiento de la pareja y ¡zas! En el día menos pensado llevar a cabo la magia mayor!

Ese día era hoy. Aquí estamos nuevamente en el baño de Julia Alhiba, hermosa y fértil. Recién levantada, toda despeinada, con una mano toma el cepillo de diente con la otra la pasta dentífrica. Lanza un “Amor, ¿querés ir a desayunar afuera?”, por entre la puerta que dejo entreabierta. Aprieta suavemente el tubo dentífrico, un chorro de pasta blanca se expande entre los pelos duros del cepillo que ella sostiene con firmeza. Es el momento ideal para nuestro Genio… La hermosa Julia se lleva un poco de agua a la boca. Introduce el objeto entre sus dientes y se lanza sin saber en la más rutinaria fricción. Nadie vio nada. Apotehocio ya ha penetrado el cuerpo. Bajando por su garganta, deslizándose hasta su vientre, todo está suculento pero él no ha de olvidar su tarea… pronto Apotehocio se desvía y extasiado se estaciona en la más cálida casa: el útero de la joven doctora.

La proeza del genio que entraba en los cuerpos en forma de virus llegaba a su fin: Apotehocio volvería a nacer, si sus cálculos estaban bien, se llamaría Mara. Si se había equivocado, sería un Gastón… pero eso lo sabremos en 9 meses cuando los futuros padres den la noticia.